Entre
esa retahíla de joyas, mis ojos -mucho más oscuros y contaminados que los de
los granadinos- se centran rápido en un gran diamante que reluce más que el
resto. En la cima de la montaña lo encuentro imponente, espiador e impasible
ante cualquier sentimiento cruzado entre granadinos y visitantes: ¡Claro que me
refiero a la Alhambra!, a la que, por cierto, mencionaré respetuosamente
por primera y última vez por su nombre -tan correcto como largo- como es Conjunto
Monumental de la Alhambra y el Generalife. Pero si tan hermosa se presenta
en lo alto de la ciudad, igual de bello se presenta el camino inevitable a
realizar para llegar a su acogida. Un periplo de calles estrechas y empedradas,
de cuestas y bajadas, de casitas blancas y tímidas que aparentan sonreírme
mientras piso ese asfalto adoquinado. Y es que, realmente en estos recovecos
tan humildes uno siente la impresión de que todos los relojes del mundo
radiquen congelados para contemplar el encanto de rutas tan elegantes como confusas:
para contemplar el barrio del Albaycín.
El barrio, declarado en 1984 Patrimonio
de la Humanidad junto a la Alhambra y el Generalife, es sin duda el más
singular y visitado por todos aquellos que se aventuran por vez primera -y las
veces que haga falta- por Granada. Y entiendo el por qué cuanto más me adentro
en ese lugar de almas tranquilas. Subo por la Cuesta de Alhacaba a paso lento,
muy lento... consciente de que hacerlo deprisa y corriendo resultaría todo un
secuestro de emociones que no podría perdonarme. -¡Buenas tardes!, -¡Qué
vaya bien!, -¡Aprieta el Sol pero qué fresquito se está aquí! Las gentes
-buena parte de ellos de la etnia gitana- van apareciendo a cuentagotas en este
tranquilo espacio. ¡Pero qué forma tienen de aparecer y de recibirte! Y es que
las gentes de Granada son tan amables y chisposas como su lugar.
Y, allí donde cambia el nombre de la
Cuesta a la del Chapiz, justo al llegar al pleno corazón del barrio, decido dar
un respiro a mis piernas, músculos, tendones y, por qué no decirlo, emociones.
Es mediodía de un soleado y radiante día de Agosto y me encuentro en pleno barrio del Albaycín: no es
banal decir que espacio y tiempo aquí conforman un lugar de poder. Dispuestas
entre medio de las casuchas inmaculadas que te acompañan por el barrio, se
encuentran las famosas tabernas de estilo morisco donde cuyas bocas, ubicadas
de manera tan disimulada como estratégica, actúan casi de imán para impulsar a
adentrarme en una de ellas. Una vez dentro
soy consciente que le he dado al Sol, a las casas blancas, y a las vistas
monumentales toda una tregua en ese baile tan intenso como romántico que
llevamos de buena mañana. Pero es que no es menos profundo contemplar el
interior de esta cantina: paredes rocosas y ornamentadas con toda una alegoría
de folclore árabe y andaluz; salitas recogidas pero adosadas para disfrutar
junto a los demás clientes de tus consumiciones junto a tablas de mesas grandes
y anchas. Me siento en los también holgados sofás que acompañan a estas tablas
y en esta cueva tan fresca le pido un tinto de verano a una camarera que -todo
hay que decirlo- presenta el ADN de belleza granadina: cabello al viento oscuro
azabache; piel parda y ojos ingentes verdemar que, como un torrente, me exponen su alto voltaje al mirar
a los míos.
Se llamaba Amalia, aún no había llegado
a la treintena y pese a haber nacido en Córdoba se sentía granadina desde niña
cuando emigró con sus padres a la ciudad. De su charla confirmé dos cuestiones:
por un lado el carácter afable e inquieto de los granadinos y por otro, que
realmente me encontraba en un lugar rebosado de historia cuyas gentes
alimentaban: -En este lugar han ocurrido varios de los sucesos más
importantes de la historia de España- fue, entre el arroyo de frases, la
que más y mejor se selló en mi mente. Al salir al exterior volvía a
expirar...ahora incluso me entraba el olor de cada átomo de Granada mientras
avanzaba por la calle San Juan de los Reyes. Y subiendo por la calle Zenete me
preguntaba ¿Cómo un espacio aparentemente tan virgen ampara tantas páginas de historia? Y sin
apenas advertirlo, me encontraba apoyado en restos de la antigua muralla árabe
zirí de la antigua Alcazaba Cadima. Cerca de allí, ascendiendo unos pasos más,
alcanzaba el Mirador de San Nicolás que me ofrecía la mejor vista posible de la
Alhambra. Y tras una hora de paseo por una senda boscosa y empinada, y
sintiéndome el protagonista de una fábula medieval, llegaba, al fin, a los
pórticos gigantes de la joya de la corona.
Daniel Arrébola.
(Extracto del reportaje ¡Encantado
Granada!).
@dani3arrebola
@apetececine
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