LA LUNA, SU MAYOR TESTIGO

Jamás – que es la eternidad puesta en negativo – se olvidó del firmamento. Lloraba. Lloraba sin sentirse triste o desdichada, sin sollozar, sin hipar. Quien la hubiese visto solo habría adivinado que lloraba por los grandes lagrimones que resbalaban sin prisa por sus mejillas. De hecho, ella nunca supo que lloró. El llanto no cumplía más función que la de purgar; limpiarla por dentro; vaciarla;  arrastrar con el agua salada todo aquello que la distraía; dejar a un lado todo lo que no fuese ella misma o la luna. El hambre, el sueño, el frío o la vida, eran puntos y aparte; náufragos que llegaban a la orilla de su mentón y caían al vacío. Y solo quedaba ella en la buhardilla de la media noche; no sus manos, ni su pelo o su boca, ni si quiera su cuerpo. Solo ella. Y la luna.

Cientos, miles, millones de estrellas se resguardaban cada noche en apenas tres centímetros de su rostro. Sus ojos eran el lienzo que la noche anhelaba, y todo lo que pasaba en la bóveda celeste – incluso lo que no pasaba – quedaba registrado en sus pupilas. Nunca supo qué vio o qué fantaseó. En ocasiones se empachaba de luna, sentía cómo le invadía el paladar, sabía a hielo a veces, a miel, a queso fundido, a azúcar quemado; pero nunca dejó de mirarla embelesada. Qué infinito era todo cuando desaparecía el cuerpo. 

Se pasaban – sus ojos, digo – media vida buscando y la otra media esperando encontrar lo que buscaban. Y mientras tanto, la noche le hablaba de universos y estrellas,  de planetas, de aire puro.

– Háblame de ti – le dijo alguien en una ocasión, y ella habló del cosmos sin necesidad de palabras. Eso era ella, creación y Creadora. Finita e infinita. Cerraba los ojos a menudo – lo hacía con una fuerza distraída, con una pasión descafeinada – y el universo estiraba los brazos para aferrarse a sus pestañas, pero aún así desaparecía. Y entonces todos los mundos eran posibles; mientras ella no mirase todo estaría sucediendo, todas las posibilidades danzarían a su alrededor, su alma misma la miraría con cariño, todo desaparecería y aparecería sin orden aparente. Cuando los abría, el reloj de su muñeca anunciaba que no había transcurrido más de medio segundo; no obstante,  ella había envejecido; había sido una galaxia; el sol y los planetas simultáneamente; un cráter en la luna que se sentía observado por ella misma; la última chispa de la explosión del volcán de Pompeya.

 – Y otros hablan de Amor – pensaba para sí misma – sin haber levantado antes la vista del suelo. Hablan de Amor sin haber cerrado jamás los ojos. Es asombroso, sublime. Yo jamás supe hablar de álgebra o geometría. Y  sin embargo, otros saben hablar de Amor. 

Cuando se cansaba de encontrar razones que la obligaban a reflexionar, miraba de nuevo a la luna y escuchaba con atención los secretos que le contaba. Y entonces volvía a ser planeta, y luz y vida y eternidad. 

Y así pasaba los días, esperando a que llegase la noche. Y así pasaba las noches, siendo sin ser. Quien la hubiese visto no hubiese dicho jamás que vivía. A ojos de cualquiera no era nadie, pero cuando el mundo cerraba los ojos, ella podía serlo Todo. Y la luna era la única que veía eso todas las noches. 

La luna era, sin duda, su mayor testigo.

Sammy.
@sarazamz

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Molt bonic

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