LA MAGIA DE LAS HOJAS DEL PARQUE


– Disculpen señoritas – les susurraba el viento una por una a las hojas caídas del parque – Permítanme que las invite a un vals. – Y ellas bailaban con él, disfrazando de una danza eterna cada una de las notas que escapaban del  viejo acordeón del señor André,  el anciano músico del parque.  La hojarasca se dejaba llevar, se desperezaba y rápidamente alzaba el vuelo. Formaba pequeños remolinos que acababan aunándose en uno solo, un solo cuerpo que parecía evocar el ciclo de la vida, el eterno círculo de la vida y de la historia. Las pequeñas láminas verdes no se hacían demasiadas preguntas, simplemente confiaban, aún sin poder verlo, en ese aire que les ofrecía todo lo que podía ofrecer. Sorprendidas, desafiaban las leyes de la gravedad, dejaban atrás todo lo pesado y se acercaban, poco a poco, a algo más liviano, a un cielo azul que parecía prometer paraísos. 

A Darla le encandilaba ese espectáculo del parque, esa improvisación de la naturaleza, ese despliegue de luces, sonidos y colores. – ¡Qué maravilla! – repetían a modo de mantra la mente y el corazón de Darla deslumbrados por ese cuadro que para tantos otros pasaba desapercibido. – ¡Y todo este espectáculo en apenas dos segundos! – decía para sí misma. El tema del tiempo también era algo que le fascinaba, que le llenaba de cosquilleos el estómago que digería cientos, miles  de preguntas que bajaban a toda leche desde esa mente acelerada que la joven Darla poseía. 

Para ella las hojas del parque eran poesía, eran música, eran vida, incluso amor. –  ¿Y si las personas fuésemos capaces de unirnos, como las hojas caídas del parque, en una sola dirección, dejándonos llevar por ese viento que emana de cada uno? – Y se acordó del Circo del Sol y de  tantos otros espectáculos en que cada una de las personas habían dejado a un lado sus pulsiones más animales y habían pasado a formar parte de un único cuerpo. Y todos estos pensamientos se  acomodaban en su mente entre el tráfico de empresarios mañaneros que miraban sin ver; entre las madres, que apremiadas por el tiempo, arrastraban a sus hijos de una mano por las aceras; más de un choque fortuito de hombros podría haberla sacado de esa ensoñación, pero no fue así. 

Darla siguió disfrutando de esos pequeños milagros del día a día; de la naturaleza, del incognoscible tiempo, de tantas cosas… Un día, no sé muy bien cómo, con la música del viejo André ella también pudo volar, también se convirtió en hoja y formó, con todo lo demás, un único cuerpo. No sé cómo lo hizo, de verdad, pero Darla, por un segundo, dejó de ser Darla para serlo todo, para acercarse, también ella, a algo mucho más liviano. Ella también  fue música y poesía, fue más que vida, pero sobre todo fue amor. 

Desde entonces el viejo André toca para todos aquellos que, por un momento, se atreven a ser hojas caídas dispuestas a desafiar la gravedad. Bendito André con su destartalado acordeón.

Ahora me cuelgan los pies de la silla y me pregunto cuándo vendrá la música a por mí, cuándo podré dejar de ser yo y  empezar a serlo todo.

Sammy.
@sarazamz

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