LA FLOR


Lo vio en sus ojos, era él.

Era él el hombre que protagonizaba sus sueños, o su vida, porque, ¿para qué llamar vida a eso que era peor que sus sueños? Como el perro que ve por primera vez una gaviota sobrevolando el mar y se olvida de que su temida agua le está mojando las patas, Elsa se olvidó de su parada subida al autobús, en aquel asiento que parecía tener más vigor que ella y que la llevaba de vuelta a casa después de otro monótono día de clase.

Estaba allí, lo tenía delante. No sabía si siempre él había estado allí, sentado, de espaldas a ella. No lo sabía porque nunca se había fijado. Odiaba la vista porque tenía que ser la herramienta que encontrase lo que creaba su mente. Pero sí, era él. Nerviosa, miró a los lados para ver si alguien notaba su estado, como si pensase que los nervios olían, como si creyese que el vuelo del flechazo lo había visto todo el autobús.

Se sentó a su lado, sorprendida de un valor que desde niña la miraba sonriente y alejado sin querer formar parte de ella. Se sentó a al lado de él y allí se rompió todo. ¡Qué mal olor desprendía aquel chico! ¡Qué cara de pena tenía! Como un resorte, saltó de aquel nuevo asiento que todavía no había empezado a saborear  su calor y volvió al suyo acostumbrado.

Él bajó del autobús, otro día más, igual al anterior. Se le acababan las esperanzas. Día tras día recorría la gris ciudad en busca de una chica que pintase de color su vida. Triste, comenzó a notar el olor que cada tarde subía del bolsillo izquierdo de su pantalón. Metió la mano en el bolsillo, cogió la flor seca y podrida que cada mañana renovaba con la esperanza de encontrar el cabello que encajase, y la tiró a la basura.

Lo extraño, según aquellos que le conocen, es que después de tirar la flor, seguía oliendo. A seco. A podrido. ¿Serían los sueños?

Víctor G.
@chitor5

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