INFINITAS PRIMERAS VECES


Yo siempre he sido muy hippie, muy de sentarme en el suelo y apoyar la espalda contra el tronco de algún árbol apartado. Una vez acomodada estiro las piernas por completo, como queriendo alcanzar con los dedos de los pies los lugares a los que no suelo llegar cuando estoy derecha. Si es un lugar suficientemente tranquilo me siento con la libertad de poder cerrar los ojos, y si tengo la suerte de que, justo en ese momento, uno de los infinitos brazos del sol viene a lavarme la cara, acabo por sentirme realmente especial. Es cierto, cuando eso pasa me pregunto si acaso me habré quedado con toda la luz para mí, si el resto del mundo se las tendrá que apañar a oscuras  y si deberán avanzar a tientas durante unos momentos. Tanta iluminación y yo con los ojos cerrados, disfrutando de una clara oscuridad. 
Después de sentirme única durante un segundo y medio, trato de dejar la mente en blanco mientras pienso en cómo lograrlo. Y es que, es curioso cómo incluso estos momentos de desconexión están íntimamente ligados a una serie de procesos ritualizados que le dejan a una poco espacio para la improvisación. El caso, que una vez que llego a este punto en el que, recuerdo, estoy tratando de alcanzar un fugaz nirvana (pues no hay tiempo para más) lo demás va viniendo solo mientras me acojo enérgicamente a un “a ver qué pasa ahora”. 

Y lo que pasa es que entonces siento un leve acercamiento, un tímido empuje que mueve apenas un cuarto de centímetro mi hombro -que no opone ningún tipo de resistencia- que trata de rescatarme de allí donde esté. Y al mismo tiempo en que abro los ojos para devolverle la luz al mundo, logro sentirme estúpida al pensar en la imagen que estaré proyectando de mí misma justo en ese momento. Una turbada y asustadiza mirada es todo lo que hablará por mí en ese primer contacto. “Espero no haberte molestado” me dice con su mejor sonrisa “te dejo aquí un par de papelillos donde explicamos con detalle cuáles son los principales objetivos de nuestra ONG. Que tengas un buen día” me dice la chica del vestido rojo, alargando y haciendo melódica la “e” de “buen”. Y se va como ha venido, sin hacer demasiado ruido, de repente, sin más explicaciones, sin dejarme que abra la boca siquiera.  Se va, permitiéndose integrar un par de saltitos en su alegre caminar, sin girarse para ver qué efecto ha provocado. Y luego, obviamente, me río, por lo absurdo de la situación. Otra vez Sofía con sus tonterías. 

Hace más de cuatro años que la conozco, y hace más de tres y medio que no se corta un pelo en hacer lo que le da la gana y cuando le da la gana. Dice que si no hace este tipo de cosas se aburre, que a ella lo que le gusta es descubrir a las personas, que lo que le fascina son los primeros contactos con la gente. Siempre habla de ese ligero nerviosismo que se siente cuando se habla con alguien por primera vez, las primeras reacciones y las complacientes risas como pago por ser cómplice de una anécdota que luego se acabará oyendo una y otra vez, hasta la saciedad. Dice que le encanta lo misteriosa que puede llegar a ser una persona cuando aún no se ha dado a conocer completamente y lo llana que puede resultar varios años después. Y que por eso hace esas cosas, que por eso se disfraza y juega a hacer ver que no nos conocemos, para recrear algo de esa magia inherente a todos los principios. 

Recuerdo la primera vez que le dio por escenificar uno de sus sorprendentes teatrillos en los que la historia principal siempre es la misma, dos desconocidos que hablan por primera vez. Veníamos de pasar un puente de cuatro días con todos los amigos y después de tres horas de tren, cada uno se desperdigaba por distintos derroteros, dirigiéndose a sus respectivas casas. Ella y yo nos dirigíamos hacia mi parada de bus, que queda justo en frente de su casa. Digo yo que después de tantas horas seguidas con las mismas personas acabaría saturada un poco de todos, y que sentía  que debía alimentarse con algo de ilusión propia de la novedad. Nos despedimos como siempre y  ella puso rumbo a su portal. El trayecto en tren me había dejado realmente fatigada y, sin fuerzas para mantener la cabeza erguida, me puse a contar el número de topos que tenían mis zapatillas. De repente otra vez ella, a un par de palmos de mí, digo ella, pero casi con otra cara, con otros gestos, y desprovista de toda confianza hacia mí. Con un hilo de voz, arqueando las cejas y ladeando, casi imperceptiblemente, la cabeza me dijo con cierta inocencia “disculpe ¿sabe si este bus llega hasta el centro?”. No reí. No dije absolutamente nada. Por un instante dudé que realmente tuviese una hermana gemela a la que no había tenido el gusto de conocer. Simplemente algo chirriaba en mi cabeza, algo no acababa de encajar. “¿Sofi?”, fue lo único que pude articular. Y después lo de siempre, un estallido, una carcajada por su parte poniendo en evidencia mi perplejidad. 
Esa, por ser la primera vez, me explicó toda su filosofía de vida. Que si dejamos de darle sentido a las cosas por el simple hecho de que formen parte de nuestra vida cotidiana; que si la ilusión por sorprender la sustituimos por la comodidad; que todo se nos acaba haciendo pesado y que, en cierto momento, nuestros ojos acaban por dejar de brillar. 

Lo cierto es que en ese momento, supongo que porque me pilló con la guardia baja, todo me pareció entre fascinante, absurdo y estrambótico; pero, sobretodo, sorprendente. Con los años hemos ido discutiendo la validez de sus ideas, que a veces cojeaban un poco, a la par que he ido aprendiendo a dejarme llevar en sus improvisaciones, y lo mejor es que nunca, NUNCA, ha dejado de sorprenderme. 

Así que, supongo, que en cierto modo algo de verdad hay en toda su filosofía. Yo, por lo menos, después de escucharla una y otra vez, he aprendido que a veces una mirada lo es todo, y que al mirar a alguien con la ilusión y la expectativa con la que miramos las primeras veces, invita, al que es mirado, a devolver en actos todo lo que se espera de él, como una especie de oportunidad para inventarse de nuevo. Pues yo con Sofía me he inventando y reinventado cada vez que me ha dado la oportunidad, del mismo modo que me he ido descubriendo. 

Por cierto, los papelillos de la ONG estaban en blanco, quizá me haga socia, ya tenía ganas de un proyecto social.

Sammy.
@sarazamz

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