LO QUE OLVIDAN LAS ETIQUETAS


Hace tiempo que lo sé. La verdad es que no podría decir el momento exacto en el que se convirtió en un hecho. Naces, y poco a poco vas tratando de ir acostumbrándote a ti misma. Poco a poco vas acercándote a lo que te hace feliz, y sabes que te hace feliz porque hay algo que te pellizca el corazón y hace que tu sonrisa se ponga de puntillas cada vez que lo haces. O eso me han dicho. También vas descubriendo lo que no te gusta, lo que hace que aprietes con rabia los dedos de los pies y respires desacompasadamente, tratando de contener unas palabras que te suben al galope por el esófago con lanzas y piedras dirigidas a nada en concreto y a todo en general. 

A partir de este sencillo baremo de “me gusta” y “no me gusta” fui haciendo caso del famoso aforismo del templo de Delfos, que reza algo así como “conócete a ti mismo”. También es cierto que caí en la tentación de definirme a mí misma a partir de lo que no era, a partir de la contraposición con los demás; vamos, de la simple comparación con el otro. Y me di cuenta que no era costurera, como mi abuela; ni domadora de leones, como el señor aquel al que le faltaban cuatro dedos; y que, por desgracia, tampoco era heladera, porque a mí el chocolate me gusta caliente, y los helados de colores (así, en general) siempre me han dado muy mala espina. 
Así que una vez pasada mi adolescencia y ya con signos de una incipiente madurez, me junté con un gran saco de palabras, entre las cuales destacaban profesiones, vocaciones, estados de ánimo permanentes, identificaciones sexuales y tantas otras palabras que pudieran acabar de completar de significado la siguiente frase “yo soy (y puntos suspensivos, para que pienses)”. Y ninguna de ellas era yo. Ninguna de esas palabras se acoplaba a mí o yo no sabía cómo amoldarme a ellas. De hecho, podría decirse, que partiendo de ese gran saco, estaba más cerca del no ser que de ser algo. Malditas etiquetas, hasta que no te pones una parece que no puedes empezar a ser de cara a la galería, y hasta que la galería no te reconoce te quedas colgando de la nada, a la espera no sé de qué. 

Con el cambio de cifras vino el cambio de ambientes y la necesidad de caras nuevas, y con esos nuevos rostros llegaron bocas grandes y bocas pequeñas, capaces de lanzar preguntas grandes y grandes preguntas. Y también pequeñas, nimias. Estas últimas son las peores, porque no las ves venir y acaban por descolocarlo todo, empezando por lo más básico. Que cuáles son mis hobbies. QUE CUÁLES SON MIS HOBBIES, me preguntó una de las bocas pequeñas. ¿Qué esperaba que le contestase? La verdad es que siempre me ha encantado comer espaguetis con aceite, sin nada más, sin sal siquiera, pero no sé si eso puede considerarse propiamente un hobby. Cada  vez que trato de hacer una manualidad acabo con kilos de pegamento entre las uñas; veo absurdo el correr detrás de una pelota que se mueve obedeciendo a unas leyes físicas que jamás comprenderé; mi mayor obra de arte va de la mano de la mejor de mis poéticas: con un seis y un cuatro hago la cara de tu retrato; y bueno, la moda… suelo llevar pantalones verdes de pana, con eso creo que lo digo todo. Una vez más estaba recurriendo a todo lo que no era, con lo que no encajaba. 

Pero - le dije con la mayor de las perplejidades a esa boca pequeña- ¿a qué te refieres con hobby? Mira, sí, a veces soy capaz de formular preguntas tan absurdas como esta, pero lo hice para ganar  tiempo, para seguir buscando una respuesta en algún lugar dentro de mí. Aunque, a decir verdad, tampoco sabía lo que sentía la gente al hablar de los famosos “hobbies”, qué les impulsaba a hacerlos suyos, a tenerlos como se tienen los apellidos, que siguen a los nombres. Pasión - me resumió la boca pequeña haciéndose grande -, entusiasmo, ganas. Hasta ahora no me había resultado especialmente frustrante ese vacío en mi interior, que no hacía más que generar ecos de todo lo que no era, pero en la vida hay puntos para todo, y yo llegué a un punto en que necesitaba sobrepasar toda esa vacuidad. Y de repente, como siempre pasa en las historias que se cuentan con cierta espontaneidad, vi una pequeña llama, una chispa en mi interior que trataba de decirme que no andaba del todo apagada, que había algo que podía prender, dar calor. 

Pero no, siempre están los miedos que todo lo complican y retrasan. Y una vez más, los nombres, las palabras y las etiquetas que parece que todo lo abarcan, pero no es así, sino lo contrario. Porque cuando se le pone una etiqueta o un nombre a algo se le está privando de todos los otros nombres, de todo lo que puede ser. Porque, llámame sabihonda (sabihonda) pero creo que no me equivoco si digo que muchas veces acabamos desplazando nuestro criterio para dar paso al de auténticos desconocidos. Y si nos dicen que somos reposteros porque hacemos buenos postres, entonces nos olvidamos de que también somos grandes pintores, cantantes o buenos escuchadores, y degustamos esa palabra, (en este caso repostero) que nos parece exquisita, por venir de otra boca; y olvidamos otras combinaciones (en este caso  pintor, cantante y escuchador) habiéndolas saboreado y disfrutado anteriormente en nuestra  propia lengua. Todo esto son metáforas, que van muy bien para explicar cosas cotidianas de un modo extraordinario, pudiendo así equiparar, por poner el ejemplo más común, un simple diente a una perla, que siempre entra algo mejor por la vista y suena mejor al oído. 

Pero bueno, en fin, supongo que todo el mundo sabe que cuando alguien se pone filosófico y pensador es porque quiere justificar algo. Porque quiere dar razones para no ser juzgado cuando decida confesar algo: un pensamiento, una condición, un estado, un hobby. Pues eso me pasa a mí, que por carecer mi hobby de nombres en el etiquetado global, me he visto obligada a condenar todo un sistema, para que lo que diga no suene extremadamente absurdo y pueda quedar camuflado de algún modo. 

Como decía al principio de todo, hace tiempo que lo sé, de hecho lo supe antes de nacer. Justo antes. Y es que yo soy auto-escondedora, “auto” para designar que la acción del verbo recae sobre uno mismo, y “escondedora" de “esconder”. Y también soy asustadora de “asustar”. Madre mía, cómo me encanta esconderme, meterme en rincones, en recovecos, asegurarme de que estoy bien camuflada, de que nadie se espera mi presencia - incluso yo misma, en el silencio, suelo sorprenderme de mi cuerpo tumbado bajo la cama, de mis ojos fijos puestos en el resquicio de luz que entra por la puerta de la habitación de mi hermano-. Es genial. De hecho, hasta nací por cesárea por eso, por esperar, por dar el susto, por ver qué cara ponía mi madre cuando le dijeran que tenían que abrir, que la niña no salía. Son momentos que, ¡por Dios!, merecen la pena. He llegado a pasar horas dentro de una caja, esperando a la víctima adecuada. Qué nervios más agradables, acaso expectación. Y maquinas el susto y con él la exclamación con la que lo acompañarás, acaso el clásico “BU”, pienso siempre primero, un “BU” que siempre se ve truncado por un sonido gutural lleno de “ges” y de “jotas” juntas, que salen como un acto reflejo a la hora de ponerlo todo en acción. A veces es que ni me escondo, en la propia conversación grito de golpe, y qué caras, qué incomprensión, y yo qué risa. Todo por un poco de risa y por otro poco de emoción. A mi madre la tengo frita, cada vez que sale del baño la espero tras la escalera y visualizo ese saltito que sé que va a dar en cuanto aparezca yo por sorpresa. La cosa es que a mí no me gusta que me asusten, soy capaz de enfadarme si alguien lo hace, porque sí, porque cada uno que se dedique a lo suyo, que yo ya me he pedido papel en la obra. 

Y bueno, poco más, que no sabía cómo explicar esta afición mía y tenía que preparar el terreno de algún modo. ¿No?

Sammy.
@sarazamz


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