LOS CÍRCULOS, LA MUERTE Y LA VIDA

A mí me encantan los círculos. De verdad, me parecen pequeñas obras de arte, curiosos entes con alma, contenedores del Universo, guardianes del tiempo y del espacio. Los círculos, de hecho, (y esto no lo digo a la ligera, sino porque lo sé yo) son eternos; lo que sucede es que para ser eterno hay que estar muerto. A ver, que no me refiero a la muerte como un antónimo de vida, desde luego que no. El caso es que la mayoría de las personas (y algunos animales) identifica la muerte con un estado de quietud extrema, donde nada, ni siquiera el tiempo, es capaz de interferir con el yo más interno, porque ese yo, se supone, ha dejado de ser, porque ese yo ya lo ha sido todo. 

Pues bien, de la muerte que yo hablo, de esta suerte de eternidad de los círculos, no es otra que la vida en extremo. Supongo que cuando se habla de vida se está hablando también de cierto dinamismo, interno o externo, de movimiento, de diferentes estados, de cambios. ¿Cómo, entonces, la muerte puede llegar a ser sinónimo de la vida en su más alto grado? 

No siempre resulta fácil esto de vivir, en realidad nunca dejamos de trabajar, las personas somos lo más parecido a unos pequeños obreros constructores. Es decir, que nunca dejamos de construir, de erigir nuestra propia vida. No podemos tomarnos ni un segundo de descanso en el que podamos decir «me voy de mi vida cinco minutitos y ahora vuelvo, que estoy cansada». Así que si en algo se puede resumir (muy superficialmente) la palabra vida es en elección (qué pena que esta palabra haya adquirido una connotación tan política y nefasta en los últimos tiempos) . Y es que, desde que amanece se nos presentan un sinfín de alternativas que nos miran a la cara con ojitos saltones y brillantes y, por más contradictorias que sean entre unas y otras, cada una de ellas trata de seducirnos al grito de «elígeme a mí, yo soy la correcta». Así que, el simple hecho de abrir los ojos o poner los pies en el suelo al despertar ya constituye una opción que dista mucho de la de quedarse tumbado en la cama. Y así vamos construyendo nuestra vida, a base de ir abriendo los ojos y ponernos de pie o de cerrarlos y quedarnos tumbados. Y que conste que ninguna de las dos es la correcta, sino que en cada momento una es más necesaria que la otra. 

En resumen, que los seres humanos, en su mayoría, tenemos la capacidad de elegir y eso nos permite ir viviendo linealmente. Es decir, podemos elegir todas las opciones, pero nunca las podremos realizar a la vez. Es por eso que somos una especie de flecha, (no necesariamente recta) un itinerario que se construye a sí mismo. 

Aquí entran de nuevo nuestros protagonistas, los círculos. Los círculos, a diferencia de nosotros, contienen todas, TODAS, las opciones en sí mismos, y las viven todas a la vez. Los círculos, como todo el mundo sabe, no tienen principio ni tienen fin, por eso son eternos y,  a pesar de la aparente quietud, rebosan vida por doquier. Un día, cuando era pequeña (más de lo que soy ahora) recuerdo que me quedé  mirando un círculo muy fijamente y algo, no sé muy bien lo que fue, me llamó la atención. Me di cuenta que en él se estaban librando descarnadas batallas navales, se estaba viviendo la paz, había movimiento interior y quietud exterior. El círculo en sí era una historia, una historia eterna que estaba viviendo todas las opciones a la vez, simultáneamente, como una especie de punto y final agujereado por un momento eterno, un stand-by, un universo dormido y despierto a la vez. Pude escuchar, en toda esa vida circular, cómo se solapaban y se repetían hasta el infinito el primer latido del corazón de un recién nacido junto con el último latir de una vida. Y es que por eso me fascinan los círculos, porque son pura paradoja. Son un solo momento, una captura que contiene la eternidad. Un círculo contiene la vida y hace ver que es presa de la muerte. El despertar y el dormir para siempre. 

Yo siempre he pensado que, en realidad, cada uno de nosotros no somos más que los pedazos rotos de un círculo inmenso, de un círculo que dibujaba la “O” de origen. Un círculo que, poco a poco se fue rasgando, desgarrando interior y exteriormente y que rompió su totalidad. Un círculo que era el propio universo sintiéndose unidad. No había entes, porque YO y TÚ éramos lo mismo, TODO. Y cada uno de los pedazos de esa gran circunferencia, que somos nosotros, nos hemos acabado convirtiendo en pequeñas flechas que, sin saberlo, andan buscando, de nuevo, su cuna. Quisimos experimentar el movimiento, el dinamismo y por eso dejamos de ser eternos, por eso nos rompimos, pero también dejamos de sentir la totalidad, de sentirnos completos. Así que eso somos, momentos intensos y fugaces de quince, cuarenta y siete, ochenta e incluso cien años, que tratan de dar explicación a ese vacío que está instalado en el alma. Y sí, es cierto que avanzamos, que caminamos y nos movemos pero la verdadera vida estaba en la quietud. Así que, por desgracia, lo hemos aprendido todo del revés. Y es que, cuando nacemos, en realidad estamos muriendo, porque nos estamos rompiendo, estamos cogiendo una línea de la circunferencia y dándole forma, límites, nombre y apellido para podernos diferenciar de todo lo demás que no lleva nuestro nombre, para intentar sentirnos únicos, especiales, señalados. Pero todo esto, esta experimentación de la forma y la individualidad, indefectiblemente, nos impide comprendernos en nuestra totalidad. Y cuando morimos, que dejamos de ser cuerpo y nos reencontramos con la falta de límites, algo, no sé el qué, quizá sea la propia esencia, nos lleva a ese círculo que trata de reconstruirse y de volver a ser uno y contenerlo todo. Y cuanto más tiempo pase, con más facilidad olvidaremos que todos somos lo mismo, que todos somos el mismo círculo. Y lo único por lo que lucharemos será por ser únicos, olvidándonos que los demás son necesarios para encontrar la esencia de uno mismo, que es  la misma que la del universo. 

Sara C. Labrada.
@sarazamz

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