LA SOMBRA DE PAUL


Todo el mundo tiene secretos. Y placeres. Y vicios. Y obsesiones. Noa tenía algo que juntaba en uno esos cuatro elementos: la mala costumbre de seguir a completos desconocidos por la calle durante horas. No se vaya a pensar mal, a parte de este pequeño detalle, Noa era alguien de lo más normal. Odiaba los lunes y el olor fuerte y amargo de los puros; el mundo desaparecía cuando un trozo de chocolate se derretía en su lengua; por otro lado, no era muy amante de los deportes, en general; siempre había estudiado lo justo para raspear el cinco, aunque cuando algo le apasionaba solo existía para eso y, como el resto de mortales, cuando una canción le gustaba en especial, se podía tirar largos días escuchándola en bucle. Sin embargo, lo que la sacaba de esa masa gris uniforme era ese divertido juego que  ella misma había bautizado con el nombre de “la sombra de Paul”. 

Como todos los grandes hallazgos, Noa se descubrió en esta costumbre de seguir a la gente por pura casualidad. En fin, está claro que todos tenemos pequeñas manías por las que mucha gente nos reconoce, lo más curioso es que generalmente nosotros mismos tardamos en darnos cuenta de que forman parte de nuestro ser. ¿Desde cuando tienes ese tic en el ojo?, ¿Por qué siempre miras hacia el suelo cuando esperas el ascensor?, ¿No te das cuenta que tus palabras van siempre acompañadas de un largo “eeeeeeemmmm…”? Preguntas como estas son las que nos hacen abrir los ojos y aceptar que siempre nos quedan cosas por descubrir de nosotros mismos. El caso de Noa era distinto, difícilmente alguien se daría cuenta de esa manía, pues cuando seguía a alguien lo hacía de un modo tan natural que a ella misma le costó darse cuenta de ello. Siempre había pensado que le encantaba callejear, ir paseando acompañándose de los pensamientos más livianos y menos trascendentes que su mente pudiese producir: ¿a qué huelen las nubes?; ¿qué nombre es el apropiado para un caracol?; ¿qué crece más rápido, la nariz o las orejas? Y mientras ella buceaba en estas nimiedades sus diez dedos de los pies iban salpicando las estrechas callejuelas de la ciudad de pequeños y alegres saltitos adolescentes. Si por un segundo las tornas hubiesen cambiado y hubiese sido un desconocido el que la siguiese a ella, posiblemente le hubiese dado la impresión de que iba con los ojos cerrados, o bien, que sus ojos carecían de mirada, como si el rumbo que tomaba al caminar no lo escogiese ella, como si su cuerpo fuese arrastrado por algún tipo de ser invisible que ella desconocía bien. La sensación que daba a ojos de un tercero era la de estar dejándose llevar por algo, difícilmente alguien la hubiese acusado deliberadamente de estar siguiendo a otra persona, ni siquiera el que era seguido se daba cuenta de ello. 

El teorema de Pitágoras o el sindrome de Down son solo dos de los modelos epónimos que Noa siguió al nombrar su juego. En uno de sus largos paseos de repente bajó de las nubes, conectó con sus pies y con el suelo que pisaban; sus ojos, aunque nunca habían dejado de ver, empezaron a delimitar y a dar nombre a los objetos que la rodeaban: un parque, un árbol, un estanco… no obstante, en ese momento de lucidez Noa era incapaz de ubicarse, no sabía cómo o qué la había llevado hasta allí, tenía la sensación de que algo la había mantenido completamente ocupada y obnubilada durante todo el paseo, pero no lograba recordar el qué. De repente una figura de metro ochenta resquebrajó el paisaje en dos, a pesar de que se encontraba de espaldas y Noa ignoraba por completo de quién se trataba, algo en ella encendió un interruptor. Se dio cuenta de que llevaba más de una hora siguiendo a ese individuo, durante todo ese tiempo había estado jugando a ser su sombra y se había limitado a pisar donde él pisaba mientras su cabeza jugueteaba por algún lugar lejano. Cuando la figura del hombre giró, los ojos de Noa fueron a posarse directamente no en su cara o sus ojos, no en su pelo alborotado, sino en el divertido dibujo de su camiseta: un extraterrestre de color verde chillón acompañado por cuatro mayúsculas que dejaban ver el nombre de Paul. 

Esa vez fue la primera que Noa se dio cuenta de su manía, posiblemente fuese porque se sintió perdida al conectar con lo que los adultos o descoloridos llaman “el mundo real”. No se dio cuenta de que su persecución le había llevado a coger un tren de cercanías y pasear por  callejuelas de las que ignoraba su existencia. Ella había sido la sombra de Paul y para poder volver a su casa tuvo que hacer llamadas, preguntar un total de 17 veces hacia dónde tenía que ir y derramar 9 lágrimas en el momento de máxima desesperación. 

Actualmente Noa siempre lleva un mapa en el bolsillo, un par de paquetes de galletas, una botella de agua y una alarma cada treinta minutos que dice “posiblemente vayas detrás de algo”. 

Sara C. Labrada.
@sarazamz

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