NAZCO CONTIGO


– «Para mí, un texto solo es urgente si es desgarrador. Si desgarra el corazón. Si nos empuja más allá de nosotros mismos.»

– No sé, quizá al decir esto suene algo radical, pero creo que un texto no es más que un puñado de palabras que algunos, impacientemente, amontonan sobre folios en blanco, superficies que juzgan como alarmantemente vacías. Hay quien no se da cuenta de que de esa desnudez del espacio, de la página en blanco emana el silencio. ¿Que qué es el silencio? A saber. El silencio es la Nada y es el Todo, que no son más que hermanos gemelos. Si lo piensas bien, la Totalidad, el Universo solo se despliega como tal sobre el silencio, sobre el vacío. Para ser se necesita, en primer lugar, no ser. El silencio, pues, el vacío, es necesario para que venga todo lo demás. El problema, por señalar algo o a alguien, es que a la mayoría nos aterra el silencio, nos aterra existir.

El silencio, Hélèn, es una sonrisa irónica que viene del pasado y nos mira desde el futuro; es un mudo que habla con la mirada. Es agua clara, día de lluvia y barro, olor a menta que ensancha tus pulmones.

Una palabra se asoma al mundo a través de tus labios, es un recién nacido que se lanza a volar, tratando de convertirse en imagen o en idea – porque está claro que una palabra jamás se conformará con ser solo eso, palabra, borrones de tinta o de sonido que mueren justo después de haber nacido –, una palabra aspira a encontrar a quien la escuche o a quien la lea y trata de quedarse dormida en el pecho de quien la juzgue como verdadera. Pero, desgraciadamente, nada más lejos de la realidad, amiga mía. Es cierto, la palabra y su sonido planean desafiando a la gravedad uno, dos o tres segundos como mucho, pero luego caen precipitadamente contra el duro suelo, o la mesa, o contra uno mismo y estalla en mil pedazos, se desgaja en cientos de pequeños fragmentos afilados que cortan como el cristal lo hace en enero. Y rasga el vacío, mata al silencio al mismo tiempo que ella muere. Y muere porque no ha cumplido con su cometido. ¿Que cuál es su cometido? Ser la realidad. Para ser se necesita vibrar, vibrar con intensidad. Y hay palabras más vacías que el silencio.

Venga, Hèlen, no me mires así. Sí, ser la realidad. Una palabra no pretende traducir la realidad; vamos, una traducción es una copia, mímesis del mundo. A lo que ella realmente aspira es a ser el mundo, a ser el original. Y cuando digo palabra, entiéndase que hablo del lenguaje mismo. Pobres palabras, son solo un puñado de adolescentes con buenas ideas, pero sin recursos. Una pobre casita de paja que se desmorona con el viento ¿Es que no saben que la realidad no existe? Sí, yo también me agobio cuando se habla de este tema, y por mucho que trato de evitar este discurso a veces se cuela entre mis dientes o en los bolsillos de mi pijama. Sé que puedes comprenderme. Cuando te preguntas por la realidad de golpe todo parece caótico, desbordante y te hace poner en duda incluso la existencia del suelo que pisan tus zapatos. De repente todo queda en el aire y el aire se queda sin oxígeno. Y te das cuenta de que tú ya no respiras, sino que el Universo es el que te respira a ti. En fin, no sé, el caso es que si partimos de la base de que lo que conocemos como realidad no es más que un simple arbitrio, la vida acaba pareciéndose a una lacónica carcajada maliciosa que invita repentinamente a un llanto desconsolado, a una profunda incomprensión de la existencia.

Y bueno, eso, lo que decía. Que lo que conocemos como realidad solo es la última capa de una cebolla, y que las palabras lo único que hacen es enmarcar un trozo bien pequeño de esa última capa, o de esa realidad, o como tú lo quieras llamar. Es decir, estamos claramente delimitados por nuestros sentidos a la hora de interpretar lo que nos rodea (interpretar, que no conocer); y esto queda aderezado por el hecho de que el único modo de describir esa limitación es haciendo uso de un instrumento que enmarca, copia, trata de traducir, y que, en última instancia, no es nada por sí mismo, sino por lo que significa: la palabra. Así que… con que un texto es desgarrador, ¿eh?

[…] Oye…, Hélèn…, no sé a quién pretendo engañar con todo este discurso. Ayer me rompí. Me rompí de verdad. Sé que sueno a loco, que mi piel sabe a loco. Pero ayer me encontró un poema; sí, me encontró él a mí, pues no lo andaba buscando y desconozco bien su autor. Me encontré, entre papeleo viejo, un poema que decía: No haces más que decirme adiós/ me das suavemente la mano/ y sin embargo, yo solo oigo hasta luego. / No te vayas, si aún no has venido./ Siempre voy yo, siempre fui yo./ Y ahora no soy/ más que un tic tac irrefrenable/ una paciencia partida/ un corazón que late deprisa,/ que no va a ningún lugar./ Por qué me miras así./ Por qué me besas así./ Por qué tu ausencia es tan presente/ y sin embargo el resto de la gente/ sobra por doquier. Lo leí. Lo viví. Fui él mismo. Y de pronto sentí su olor, el de ella, sentí la ausencia de su mano y el destierro de mis ojos en su cuerpo. Supe que la echaba de menos. Todavía. Supongo que sí, que de algún modo, las palabras, sin pedir permiso, fueron acariciando mi piel, primero suavemente, para, después, ir rasgando, adentrándose en mis poros, convirtiéndose en mí. Vibraron, conectaron conmigo, con mi frecuencia. Yo fui las palabras, te lo juro. ¡Y tanto que me empujaron más allá de mí! Más allá de mi yo superficial, de ese yo que se reconoce, únicamente, ante un espejo. Me llevaron al centro de mi ser, que no es otra cosa que el mismo centro del Universo. Las palabras, Hélèn, me han dicho desde dentro de mi piel que somos pequeños fractales del Cosmos. Así que sí, ese texto, para mí, fue realmente urgente. ¿Pero qué querías que te dijese, si tengo miedo? ¿ Acaso tú no andas buscando excusas para lo inexplicable?

Quizá sea cierto, la palabra también es vida, entidad creadora.

Sara C. Labrada
@sarazamz

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