EL ESCONDITE PERFECTO


He descubierto el sitio perfecto para esconderme dentro de casa. Uno de esos sitios en los que aceptas que al entrar las rodillas queden a la altura de las orejas; que el cuello trate de ser conciliador y se ponga a salvar distancias entre el rostro y los pies, siempre tan ajenos de la existencia compartida. Aceptas que a los brazos les dé por abarcar y rodear de algún modo el resto de las partes de la carcasa de tu alma, por hablar del cuerpo apelando a la poesía. En fin, hacerse un ovillo es una forzosa condición para que otros grandes del escondite acepten de primeras que se trata de un buen lugar.

Supongo que fue alguien importante, debió de ser mi madre o alguien situado por encima de mí jerárquicamente, quien me dijo una vez que todo, absolutamente todo lo que se hacía, incluso freír un huevo o alguna nimiedad por el estilo, reflejaba en realidad cómo era cada persona. Ahora que lo pienso, también es posible que esa reflexión la haya cogido de alguna de esas películas americanas de domingo por la tarde. En fin, lo que venía a decir este pensamiento es que la desgana o la motivación que pongas en la vida se te ve a la legua, con solo respirar. A ver, ahora viene cuando hilo el primer párrafo con el segundo. Lo que trataba de transmitir es una reflexión a la que he llegado yo sola, aunando conocimiento y experiencia: se puede conocer a alguien por los lugares en los que se esconde y por el tiempo que dedica a elegirlos. Una máxima más. (Esto es verdad de la buena, por eso lo pongo entre paréntesis). Me puedo llegar a poner muy empírica si la ocasión lo requiere.

No hace demasiado tiempo que vivo en esta casa, me mudé en junio con mi novia y otra compañera de piso que ya vivía con nosotras antes. A pesar de ser un lugar nuevo, hasta ahora no me había comido demasiado la cabeza en encontrar un buen sitio para jugar al escondite (juego que yo impongo a partir de mi ausencia y el silencio en la casa). Supongo que estos últimos meses he estado algo liada y en mi práctica habitual del escondite-susto he optado por lugares bastante triviales y me he decantado más por la parte del susto: detrás de una puerta; debajo de una mesa; incluso dentro de la funda de las almohadas, haciéndome pasar por una de ellas… Lo que denota esta práctica en mí es que me decanto a menudo por el sensacionalismo, por el susto obvio pero efectivo. Lo que llevo buscando estos meses es la risa fácil, un efecto inmediato, dedicándole al escondite diez segundos de mi tiempo, que son los mismos que pasan desde que oigo que mi novia tira de la cadena del váter hasta que va a abrir la puerta del baño y simultáneamente a mí se me enciende la bombilla del “jugar”. Pues así como estoy en el juego estoy en la vida. El tiempo que suelo dedicarle a conseguir mis objetivos es directamente proporcional a la pereza o motivación que siento en el momento, y la constancia en mi vida es algo que tengo todavía pendiente. Parece mentira que uno se pueda poner trascendente con un entretenimiento tan primitivo. Yo podría ponerme trascendente incluso con una mandarina o una uña, al mismo tiempo que me pongo irrelevante con la muerte.

Pero como he dicho nada más empezar, mi época de los diez segundos, de hacerlo al último momento y sin pensar ha pasado a mejor vida. Resulta algo paradójico que lo diga mientras escribo esto media hora antes de ir a trabajar, habiendo tenido todo el día de ayer para dedicarle algún momento de mi tiempo. Pero sin excepción no hay regla. De repente llega un día en que, por algún motivo, todo luce de un color más intenso, como si la vida llevase puesto uno de esos filtros tan eficaces de Instagram.

Cuando digo que “llega un día” en realidad no me refiero a las veinticuatro horas, sino a un momento en concreto que dura apenas un par de segundos. ¿Alguien ha visto la película Sin límites, protagonizada por Bradley Cooper? Bueno, si no la has visto debes hacerlo; si la has visto sabrás a qué momentos de iluminación me refiero, es casi como una epifanía. Pues bien yo tuve uno hace poco, que me reveló un lugar de la casa que estaba esperándome para darme cobijo en mi juego. Es un sitio espectacular, tan común que jamás mirarías allí para buscarme. De esto último me he dado cuenta porque ya me he escondido en él como tres veces. Me hago tan pequeña que casi desaparezco y mientras una mano agarra fuerte alguna parte de mi cuerpo contra mí misma para comprimirlo, la otra me tapa por completo la boca, que reprime una explosiva carcajada que nace en los nervios provenientes del pecho cada vez que oigo a mi novia caminar por todo el piso gritando mi nombre con un tono de desconcierto. Mi nombre entonces, sale de sus labios y suena a “¿dónde coño se ha metido?”; mi nombre suena a “el piso no es tan grande y he mirado en cada rincón”; suena a “menudo susto me voy a llevar si le da por salir ahora”; suena a mí. Y me gusta, claro que me gusta eso y me lo paso pero que muy muy bien. Ella quizá no tanto, pero yo ya tengo mi refugio y mi pasatiempo asegurado. Y tanto que sí.

Sara C. Labrada.

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